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TRIBUNA
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Sin partido, pero con voz

La Iglesia española no tiene un partido ni ninguna formación debe actuar en su nombre, pero puede hablar de política

El secretario general de la Conferencia Episcopal Española, César García Magán, durante una rueda de prensa en Madrid el pasado 8 de mayo.
Jorge Marirrodriga

La presencia de la Iglesia católica en el debate público español a menudo genera revuelo —y cierto nerviosismo— cuando pasa de ser escenario de polémicas o escándalos a convertirse en agente activo en cuestiones sociales y políticas. Dos hechos recientes lo han puesto de relieve: el acuerdo firmado entre el Gobierno y el Vaticano sobre el futuro del Valle de Cuelgamuros, y la reclamación de que el Partido Socialista y el Partido Popular (es decir, la mayoría parlamentaria representante de la gran mayoría social de este país) acepten la tramitación de la iniciativa legislativa popular que busca regularizar a medio millón de inmigrantes.

En ambos casos, la Iglesia ha hablado con claridad y ha dejado descolocados a ciudadanos y políticos de todo el espectro ideológico, tanto a quienes automáticamente asignan cualquier opinión de la Iglesia a posiciones de la derecha como a quienes por considerarse católicos estiman que tienen que identificar su credo político con el religioso. El acuerdo sobre Cuelgamuros incluso ha dado lugar a la chocante imagen de una manifestación ante la sede la Conferencia Episcopal en la que se tachaba de a los obispos de “traidores” y “Judas”. Pero, lejos de ser una señal de desorientación de los obispos, esta situación refleja una realidad saludable: la Iglesia no es un apéndice de ningún proyecto partidista o como ha dicho el secretario general de la Conferencia Episcopal Española, César García Magán, “ningún partido político es el partido de la Iglesia”.

Esta postura desautoriza a cualquier formación política u organización que pretenda hablar en nombre de la Iglesia, lo cual, dada la historia de España en siglo XX y ese oxímoron llamado nacionalcatolicismo, tiene especial relevancia. Cualquier católico debería saber que reconocerse como tal ni le da derecho a hablar en nombre de la Iglesia ni mucho menos a presentar sus tesis políticas como una extensión perfectamente alineada con el Magisterio (con mayúscula), utilizando así este recurso como argumento de autoridad ante el electorado católico. La división periodística (nostra culpa, nostra maxima culpa) respecto a quienes forman parte de la Iglesia y su jerarquía en “conservadores”, “progresistas”, “reformistas”, “tradicionalistas”, etcétera puede servir para explicar grosso modo dónde está cada cual, pero, en realidad, resulta muy inexacta y genera mucha confusión. Por ejemplo, hace que no se entienda que obispos considerados “muy conservadores” reclamen sin reservas políticas consideradas de izquierda (y habría que ver por qué a esas políticas se las considera solo de izquierdas, pero eso es otra historia) como está sucediendo respecto a la cuestión de la inmigración o la justicia social.

Y aunque en algunos países se haya llegado a identificar a la Iglesia con grandes partidos políticos (lo primero que viene a la cabeza es la Democracia Cristiana italiana), esto no significa que el modelo sea acertado. De hecho, puede ser peligroso porque o bien el partido político termina siendo una marioneta en manos de la jerarquía eclesial y se tergiversa el sistema democrático, o bien el partido acaba usurpando la identidad de la Iglesia ante la ciudadanía.

Sin embargo, nada de esto significa, ni mucho menos, que la Iglesia no pueda participar en la conversación política. Al contrario. La participación de la Iglesia en los asuntos públicos no solo es legítima desde el punto de vista de la salud democrática, sino que además está protegida por los marcos legales internacionales y nacionales. El artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y las libertades de expresión y asociación reconocidas por la Constitución Española y por los tratados europeos avalan la presencia de las confesiones religiosas en la vida social.

Más allá de los marcos jurídicos, hay una realidad muy profunda: la religión no es una experiencia puramente privada, sino que tiene necesariamente una dimensión social que, además, va mucho más allá de las puertas de los templos. El cristianismo dice mucho sobre trabajo, justicia, migración, memoria, derechos sociales o el cuidado de la naturaleza, por citar algunos ejemplos. Es decir, política pura y dura. En realidad, lo que está en juego no es tanto la posición concreta que la Iglesia adopte en un momento determinado, sino su derecho a participar en la conversación pública sin que se la encasille ni se la instrumentalice.

Desde que acabaron las persecuciones contra los cristianos y el cristianismo pasó a tener reconocimiento jurídico (y desde el año 313 la primacía en ocasiones también istrativa), las relaciones entre poder civil y el religioso (el trono y el altar) han sido tormentosas. Pero durante aproximadamente 1.500 años ambas partes no sacaron el hecho religioso de la ecuación a la hora de tratar asuntos terrenales. Sin embargo, esto cambió a raíz de las revoluciones laicas (y con frecuencia antirreligiosas) desde finales del siglo XVIII y XIX. Con excepciones (la española, entre otras, en pleno siglo XX), en general la dinámica ha intentado reducir la presencia de la religión en el espacio público y, si acaso, su reserva al ámbito casi de la intimidad. Pero sucede que la religión no es un pensamiento privado sin dimensión social, sino que es una convicción privada de repercusiones públicas. La pugna por saber hasta dónde llegan esas repercusiones es el meollo que sigue sin resolverse desde las revoluciones fruto de la Ilustración. Y mientras se dirime la cuestión, la Iglesia católica no tendrá partidos, pero sí voz.

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Sobre la firma

Jorge Marirrodriga
Doctor en Comunicación por la Universidad San Pablo CEU y licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra. Tras ejercer en Italia y Bélgica en 1996 se incorporó a EL PAÍS. Ha sido enviado especial a Kosovo, Gaza, Irak y Afganistán. Entre 2004 y 2008 fue corresponsal en Buenos Aires. Desde 2014 es editorialista especializado internacional.
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