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Begoña del Campo Zafra, neuropsicóloga: “Ningún niño necesita padres perfectos, pero sí adultos dispuestos a crecer con ellos”

La también divulgadora lleva años ayudando a los progenitores a cuestionarse lo aprendido y a transformar su forma de criar, algo que para ella es posible. “Educar no es repetir patrones, es atreverse a transformarlos”, asegura

Para la neuropsicóloga Begoña del Campo Zafra nunca es tarde para cambiar la forma en la que educamos.
Mayte Ametlla

Cada vez más padres se preguntan cómo acompañar emocionalmente a sus hijos sin caer en la sobreprotección, el autoritarismo o la culpa. ¿Es posible educar sin repetir lo que uno vivió? ¿Puede un adulto cambiar, incluso cuando ya ha establecido una forma de criar? Begoña del Campo Zafra (Mallorca, 53 años) es madre y abuela, neuropsicóloga y creadora de lo que ha llamado el método BMR (Bego Mental Reset), una herramienta para detectar y reprogramar las creencias que arrastramos desde la infancia y que se filtran, sin que nos demos cuenta, en la crianza.

Del Campo lleva años ayudando a los progenitores a mirar hacia dentro, a cuestionar lo aprendido y a transformar su manera de educar. Se licenció en Psicología en la Universidad de las Islas Baleares impulsada por una necesidad profunda de comprender la mente humana, y se especializó en Neuropsicología para abordar el cerebro desde una base científica. Hoy es divulgadora y acumula más de 110.000 seguidores en su cuenta de Instagram. Su mensaje es claro: “Educar no es repetir patrones, es atreverse a transformarlos”.

PREGUNTA. ¿En qué consiste su método?

RESPUESTA. Siempre digo que no educamos con lo que decimos, sino con lo que somos. Si vivimos cargados de miedos, inseguridades o creencias heredadas que nunca cuestionamos, eso es lo que transmitimos, aunque tengamos la mejor de las intenciones. Por ejemplo, si crecí pensando que “la vida es dura” o que “hay que esforzarse mucho para merecer amor”, probablemente miraré a mi hijo con ojos de exigencia, o me costará validar sus emociones. No es culpa de nadie: son patrones que se repiten de generación en generación… hasta que alguien los ve y los rompe. Ese es el corazón del mi método: entender que lo que creemos no es una verdad, sino un programa. Y si lo vemos, lo podemos reprogramar. Porque los niños no necesitan padres perfectos, sino padres conscientes, que se atrevan a mirarse, a cambiar. Para mí, eso es uno de los actos de amor más grandes que existen.

P. Desde su experiencia, ¿cuál es el error más común que cometen los adultos cuando intentan educar desde el amor?

R. Creer que con amar basta. Muchos padres educan, sin saberlo, desde sus propias heridas o creencias heredadas. Por ejemplo, un progenitor que de pequeño se sintió abandonado puede volcarse tanto en su hijo que acaba anulándolo, creyendo que estar siempre presente es lo mismo que acompañar. O una madre que creció entre exigencias puede evitar poner límites, por miedo a repetir lo que sufrió. A veces, lo que parece amor es solo una reacción a nuestra propia historia. Educamos desde lo que somos, no desde lo que decimos. Y si no somos conscientes de nuestras emociones, esos patrones se filtran y se repiten. Amar es preparar, sostener, revisar quién estamos siendo cuando educamos. Y, si hace falta, cambiar. Porque ningún niño necesita padres perfectos, pero sí adultos dispuestos a crecer con ellos.

P. ¿Cómo detectar si el ambiente familiar está afectando emocionalmente a los hijos?

R. Los pequeños lo sienten todo, incluso lo que no se dice. Un entorno emocionalmente incoherente es ese lugar donde se sonríe por fuera, pero se sufre por dentro. Donde no hay gritos, pero sí silencios cargados. Todo parece estar bien, pero hay tensión, desconexión, falta de verdad. Y ellos no saben explicarlo, pero lo traducen en síntomas: cambios de humor, dificultades para dormir, somatizaciones, inseguridades. A veces dejan de jugar como antes, se vuelven más controladores, retraídos o desafiantes. Es su forma de decir: “Algo no encaja”. Los hijos aprenden más de nuestras emociones no gestionadas que de nuestras palabras.

P. ¿Qué frases o actitudes cotidianas cree que dañan sin que nos demos cuenta?

R. Muchísimas. Y lo más delicado es que muchas se repiten con buena intención, porque las aprendimos sin cuestionarlas. Pero el cerebro de un niño es una esponja emocional: todo lo que vive en sus primeros años queda grabado como verdad interna. Frases como “no llores”, “no seas tonto” (aunque se diga en broma) o “ahora no tengo tiempo” tienen un impacto más profundo del que imaginamos. Un menor no filtra: interpreta todo como un juicio sobre su valor. También pueden ser perjudiciales los silencios: ignorar sus emociones, no mirarles cuando hablan, ridiculizar sus miedos o premiar solo el logro. Todo eso activa en su sistema nervioso una respuesta de amenaza. Para el cerebro infantil, la desconexión emocional se vive como un peligro. Por eso es tan importante hablar con respeto, validar lo que sienten y sostener sus emociones sin minimizarlas. Cada palabra, cada gesto, deja huella.

Educamos desde lo que somos, no desde lo que decimos. Y si no somos conscientes de nuestras emociones, esos patrones se filtran y se repiten.

P. ¿Qué importancia tiene el lenguaje en la construcción de la autoestima?

R. Muchísima. El lenguaje no solo comunica: construye realidad. Las palabras que un niño escucha de forma repetida se convierten en su voz interior. Lo que oye una y otra vez no se queda en el aire: se instala como una verdad. Y puede levantarle… o romperle. Frases como “eres un desastre” o “nunca aprendes”, aunque se digan en momentos de frustración, terminan marcando su identidad. Un niño no duda de sus padres, duda de sí mismo.

P. ¿Cómo pueden gestionar la culpa los adultos que sienten que no lo están haciendo bien?

R. La culpa es muy común en la crianza, sobre todo en quienes intentan hacerlo bien. Sentimos culpa por no tener tiempo, por perder la paciencia, por repetir patrones que no queríamos repetir. Pero quedarnos atrapados ahí no ayuda. La culpa solo tiene sentido si nos mueve a tomar conciencia y a cambiar. Nadie lo hace perfecto. Lo importante no es no equivocarse, sino ser capaz de reparar. Pedir perdón, mirar con honestidad, hablar con los hijos, reconocer que no siempre lo sabemos todo. Eso también educa. La clave está en pasar de la culpa al compromiso.

P. ¿Pero cómo pasar de la culpa al compromiso? ¿Qué pasa si llegamos tarde?

R. Nunca es tarde para cambiar la forma en la que educamos. El cerebro tiene una capacidad asombrosa de adaptación: podemos generar nuevas formas de estar, de comunicarnos, de vincularnos, incluso si llevamos años actuando en automático. La culpa no repara: lo que repara es la conciencia. Desde ahí, podemos empezar a mirar al hijo con otros ojos, hablarle desde otro lugar, construir una relación más real y presente. Reparar no es borrar el pasado. Es tener la humildad de decir: “Ahora lo veo y quiero hacerlo mejor”. Y eso, aunque no lo digamos con palabras, los hijos lo sienten. Porque reparar también es educar.

P. ¿Qué tres hábitos mentales recomendaría a cualquier padre o madre que quiera dejar una huella positiva en el desarrollo emocional de su hijo?

R. Primero háblate bien, porque el trato que te das se refleja en cómo hablas con tu hijo. Segundo, cuestiona lo aprendido, para no educar desde la herida. Y tercero, regálate silencio y presencia cada día. Un adulto en paz consigo mismo es el mejor regalo que un hijo puede recibir.

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Sobre la firma

Mayte Ametlla
Periodista y colaboradora de la sección Mamás y Papás en EL PAÍS. Se ha formado en Comunicación Audiovisual y ha desarrollado su trayectoria como directora de programas de radio y televisión en algunos de los principales medios de comunicación del país. Es autora de 'Las otras. Hablan las amantes' (Ed. Martínez Roca, 2003).
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