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TRABAJAR CANSA
Columna
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Los ritos papales del siglo X sí que eran la bomba 

He notado durante el cónclave que la gente ya no soporta el misterio y el secreto, como si lo simbólico, rasgo esencial de nuestra especie, ya aburriera porque no es explícito

Cardenales en la misa de León XIV en San Pedro, en el Vaticano
Íñigo Domínguez

Estos días me han preguntado mucho por qué atrae tanto eso del cónclave. Suelo decir que es como si aún coronaran faraones en Egipto, viene de hace 2.000 años. También es porque tiene su misterio, pero noto que esto ya resulta insoportable, no se tolera la incertidumbre o el secreto. Esa cosa totémica de mirar la chimenea esperando una señal de humo tenía gracia los primeros cinco minutos, pero luego se disparó el consumo de ansiolíticos. Como en un reality, la gente quería saber en el acto el resultado de las votaciones y quién había quedado segundo y qué cara puso. Era inconcebible que no se transmitiera en directo, aunque fuera de pago. Es como si el rito y lo simbólico, rasgo esencial de nuestra especie, ya aburriera porque no es explícito, tienes que pensar.

En Roma lo del papa se vive de otro modo. Los romanos lo han visto durante siglos como un rey, un alcalde, un político, quien mandaba, subía impuestos, enchufaba sobrinos. Han visto de todo, santos, golfos, tontos y listos. Hasta el siglo XIX los papas condenaban a muerte y el más famoso verdugo pontificio, Mastro Titta, se jubiló en 1864 con una marca de 514 decapitaciones. Entonces la Iglesia no era muy provida. Nadie se opuso más a la unidad de Italia que los papas y cuando por fin cayó Roma en 1870, Pío IX se declaró prisionero en el Vaticano. En referéndum, los romanos se autodeterminaron y la mayoría prefirió unirse al nuevo Estado italiano, aunque el Papa excomulgó a todo el mundo. Solo la era de los papas simpáticos, en la posguerra, con Juan XXIII, cambió las cosas, y los romanos hacen como nosotros con los reyes: solo se les perdona la vida si caen bien, pero tienen que poner de su parte.

Pasado el espectáculo del cónclave, y aunque ya interese poco, es en realidad este domingo cuando el Papa termina de serlo, presentándose a los romanos. Porque es obispo de Roma y toma posesión de San Juan de Letrán, catedral de la ciudad, pues ahí estaba su cátedra, su silla, y de esto quería hablar. Esta antiquísima ceremonia se haría viral si mantuviera parte del ritual que durante seis siglos era una cosa muy LGTBI. Imaginen lo moderna que sería ahora la Iglesia con este protocolo de género fluido del siglo X, iban desmelenados con los símbolos: el papa se despatarraba y simulaba ser una mujer de parto, la madre Iglesia, que renace con cada nuevo papa. Se sentaba en un trono de mármol con una abertura en el asiento, que en realidad era una silla de las que usaban las mujeres en la antigua Roma para dar a luz. De este rito, y de las malas lenguas, nace la leyenda de la papisa Juana, que ya habrán oído: en el siglo IX una mujer se hizo pasar por hombre, se metió a fraile y acabó siendo papa, pero un día parió en medio de una procesión. De ahí que luego se murmurara que el rito de la silla en realidad servía para que un diácono metiera la mano por el agujero, palpara la entrepierna del pontífice y viera si tenía lo que había que tener. Y entonces, ya sí, habemus papam. Esto de que el papa simulara ser una mujer fue objeto de recochineo en los países protestantes, que se cebaron con caricaturas y libelos. El rito se mantuvo hasta el siglo XVI, pero luego Bernini, siempre travieso, lo dejó representado en el baldaquino de San Pedro. En cada columna aparecen distintos rostros de una mujer, del embarazo al parto: desde el acto sexual (está muy sonriente) a los gritos de dolor. La última cara es de un recién nacido. Es más, hay otra sucesión de máscaras grotescas que serían variaciones de una vagina. Todo esto, en medio de la basílica de San Pedro. Con cosas así no me digan que no es interesante el cónclave y todo lo demás.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Corresponsal en Roma desde 2024. Antes lo fue de 2001 a 2015, año en que se trasladó a Madrid y comenzó a trabajar en EL PAÍS. Es autor de cuatro libros sobre la mafia, viajes y reportajes.
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