La increíble historia de la guardesa que reformó una pocilga con la ayuda de ‘whatsapps’
En ‘Oh, Susana’, el arquitecto Manuel Ocaña narra el desarrollo de la obra ejecutada por Susana, una mujer sin experiencia previa en construcción, siguiendo sus indicaciones vía WhatsApp


Manuel Ocaña fue comisario del pabellón español en la 18ª Bienal de Arquitectura de Venecia y es conocido por obras como el Centro Geriátrico Santa Rita en Ciudadela. Este arquitecto, nacido en Salamanca en 1966, también ha ejercido como docente en varias universidades (como la Politécnica de Madrid o la de Alicante) y como constructor de diseños ajenos. Sin embargo, su primer libro, Oh, Susana (una “novela técnica”, tal y como él mismo la llama por varios motivos), lo ha escrito a raíz de un proyecto aparentemente menor: la reforma de una pocilga de apenas sesenta metros cuadrados en una finca remota de Castilla, a más de dos horas en coche de Madrid. La novela ha surgido en este momento quizá porque hasta ahora, Ocaña no había dado con nadie como Susana (cuyo apellido no llegamos a conocer); un personaje (o una persona, pues el autor asegura que todo lo relacionado con la obra sucedió tal y como está narrado) que le ayudó tanto a sacar adelante el proyecto como, sobre todo, a ordenar un montón de ideas y reflexiones sobre el trabajo, la comunicación, la precisión y la relación entre arte, pensamiento y técnica.
Ninguna sinopsis abarcaría todo lo que contiene este libro inclasificable, pero se pueden aproximar varias: donde antes había una nave en ruinas, por deseo de su propietaria, una cardióloga que quería tener un lugar cómodo y divertido donde reunir a sus nietos, aparece un espacio único. Donde antes había una guardesa (Susana), sin experiencia con las herramientas, emerge alguien capaz de construir, una artesana hábil que instala ventanas y suelos y toma acertadas decisiones estéticas. Y donde había un arquitecto un poco decepcionado con su trabajo en la universidad, surge un Ocaña que se ilusiona y que coge fuerzas para abandonar el mundo académico y reafirmar su estilo (como arquitecto y como pensador). Al margen de una breve introducción y de un pequeño epílogo, la novela sigue minuciosamente el desarrollo de la obra que, desde el principio, está marcado por las tres condiciones que Ocaña impone antes de aceptar el encargo: “La obra la ejecutará Susana. Sin prisas y sin ayuda. Con materiales disponibles a menos de 15 minutos conduciendo. No habrá visitas presenciales ni un proyecto previo. La comunicación se hará exclusivamente por Whatsapp”.

Las dudas sobre la competencia de Susana enseguida desaparecen. De hecho, hasta que llega el primer y único encuentro entre ellos, el narrador, a la vista de los buenos resultados, a veces se pregunta si está siendo engañado y hay una cuadrilla de albañiles profesionales ejecutando los trabajos de Susana. “También es lo primero que me dicen quienes lo han leído: no me lo creo”, reconoce Ocaña, que aclara que, aunque el nombre de otros personajes está modificado, “Susana existe, el lugar existe y ahora mismo se está usando”. Así que Susana es real y, además, hace muchas cosas: cuida, rompe, mide, excava, dibuja, corta, pinta o ilumina. Y todo a partir de unas instrucciones que también debían dejar cierto grado de libertad. “Las instrucciones bien dadas siempre hacen que una inteligencia funcione mejor: son una forma de comunicarse y de resolver problemas que no tiene por qué convertirse en algo militar o en un ejercicio de poder. Durante todo el proceso me pregunté cómo explicar las cosas a alguien con respeto y precisión. Cada mensaje estuvo muy pensado y eso hizo que no fueran tantos: todavía los tengo en el teléfono y no es una conversación interminable”, afirma el arquitecto.


Una de las cuestiones que más preocuparon al autor es la relación de quien proyecta con quienes ejecutan o, dicho de otra manera: quería evitar las relaciones de subordinación y los vínculos tóxicos que a veces existen entre arquitectos, clientes y quienes están a pie de obra. Ocaña se queja de que “los arquitectos tienen la manía de mencionar solo a autor, promotor y fotógrafo” de sus proyectos en sus blogs y revistas y nunca hablan “de las personas que han hecho las cosas, que son decenas”. “Si uno se construye una casa pequeña, van a pasar cincuenta personas por ahí: el que carga, el camionero, el electricista… La arquitectura necesita de muchos profesionales, y aunque en este caso sea solo una, esto es una probeta sobre cómo se debe tratar a quienes hacen las cosas. Estoy convencido de que en cualquier obra importante ha habido un gran nivel de ilusión. Todavía hacen falta mano de obra, materiales y personas que trabajen con su cuerpo”, explica. De hecho, también comenta que, cuando ejerce de constructor, da “con arquitectos que interpretan posiciones de poder muy marcadas”. “Hay arquitectos que quieren hacer su proyecto a costa de los demás, sin pensar en los trabajadores ni en el cliente. La posición del arquitecto muchas veces está oculta en discursos que la intentan disolver, pero sigue siendo algo a revisar. Aunque quizá es una palabra demasiado dura, creo que el narcisismo es un mal endémico de la profesión”, zanja.
Así que la relación con Susana es cordial, respetuosa y precisa y, poco a poco, los mensajes se cargan de una ilusión compartida y de una iración recíproca. Pero nunca llega a convertirse en amistad. “Mi relación con Susana no implicó ningún colegueo o intimidad”, recuerda Ocaña. “Ella tiene su familia y su vida, como yo tengo mi familia y mi vida, y hacer un buen trabajo no implica que surja una amistad. El vínculo profesional es suficiente y respetuoso. Esta no es ninguna historia de Pigmalión o de My fair Lady, al contrario, fue ella la que, con sus respuestas y su esfuerzo, logró algo tan bonito. Se puede crear algo o establecer una relación fructífera con alguien con quien no hay nada emocional de por medio”.

Precisamente por la transparencia de la relación entre los protagonistas y por sus motivaciones, Ocaña defiende que estamos ante un libro universal y antieconómico: “Esto podría haber ocurrido en la Rusia de Stalin, en cualquier monarquía o en una cooperativa en Serbia. Incluso hace muchos años podía haberse hecho algo así por carta. Esto es una cosa entre personas: es un libro sobre la ilusión de hacer las cosas bien. Podría haber sido haciendo cocina o cualquier otra cosa, porque lo que intento transmitir es el contagio de la ilusión. El conocimiento entra con ilusión, no a golpes”.
Y buena parte de ese conocimiento transmitido es conocimiento técnico. Una noción –la técnica– bastante devaluada o pervertida, según el antiguo profesor. “Siempre me ha interesado la incomprensión entre saberes técnicos y artísticos. Yo tuve en la Escuela de Arquitectura un taller llamado Producción de pensamiento técnico. El concepto suele ser el qué, pero la técnica es el cómo, y no hay producto sin cómo. Para mí la técnica es tan creativa como el pensamiento. El pensamiento requiere de técnica para materializarse y pasar a formar parte de la realidad, y la técnica no es tal sin pensamiento detrás. Hay técnicas para todo, para cualquier proceso, incluidos los artísticos”, observa Ocaña. De esas convicciones surge también su afición a las reglas, no tanto como limitaciones, sino como puntos de partida para abordar cualquier trabajo: “De la nada, no sale nada. Debe haber unas pautas con las que luego jugar o que se puedan pervertir. Yo lo he hecho explícito, pero el trabajo con condiciones está por todas partes y eso está bien, sobre todo si las puedes elegir tú y no te las impone nadie. Las condiciones podrían ser muy negativas, pero pensarlas y definirlas es otro acto creativo: pueden ser productivas”.


En el libro se menciona mucho el sudor de Susana (al fin y al cabo, ella realiza todas las tareas, desde el desescombro hasta la carpintería) y Ocaña tiene claro que todo ese esfuerzo físico era algo que quería reflejar: “La arquitectura, a base de golpes y de mucho trabajo corporal, crea algo donde no había nada. Porque las cosas que se hacen con arquitectura, a diferencia de la literatura, pesan mucho. La fisicidad de la arquitectura requiere de muchos cuerpos y mucho sudor”, declara. En este sentido, Oh, Susana tiene algo de reivindicación, casi una venganza frente a los productos (papers y tesis) del mundo académico. De hecho, Ocaña ite que su libro contiene un mensaje para sus colegas más ensimismados: “Mirad, se pueden crear cosas, se puede trabajar con la gente, olvidaos del modelo de arquitecto académico o del arquitecto director de orquesta. Hay que saber cómo están currando quienes están currando, llegar a las obras mientras llueve y ver las maravillas que hacen con las manos quienes están allí”.
Con su título de clásico del folk, Oh, Susana recoge un proyecto casi inverosímil, nos presenta a dos personajes más que curiosos y, a veces, cuando habla de artesanía, arquitectura y diseño, se acerca a los ensayos y novelas de Richard Sennet o de Jesús Carrasco. Pero, sobre todo, refleja “un vínculo muy delicado entre los cuerpos, la materia y la violencia” y lanza un mensaje: no hay trabajo pequeño o imposible cuando las cosas se abordan con respeto e ilusión.

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