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Elon Musk
Columna
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Elon Musk dice adiós

El magnate, que deja el Gobierno estadounidense, se va con sus cachuchas de adolescente, y nos deja el espectáculo patético de su lambonería inenarrable, su infantilismo de risa y su ojo negro

Elon Musk en el Despacho Oval de la Casa Blanca, el 30 de mayo.
Juan Gabriel Vásquez

Elon Musk se va del gobierno de Trump con la misma frivolidad con la que entró, y después de haber roto mucho menos de lo que quería romper. Dijo más de una vez, en la ronda mediática de despedidas que puso en escena, que las cosas habían resultado más difíciles de lo previsto: y es curioso pensarlo, pero es lo mismo que dijo Trump cuando llegó a gobernar por primera vez. (Quién iba a pensar que gobernar era tan difícil, dijo, en traducción libre, el triste personajillo.) Estos niñatos viven sorprendiéndose de que llevar cosas a cabo en la república no sea tan sencillo ni tan inmediato como hacerlo en sus empresas, y se irritan como niñatos y hacen pataletas a la vista de todos y sin sentido alguno del ridículo. Y no sé si alguien les haya explicado que sí, que es más difícil llevar una república que una empresa de su propiedad: entre otras cosas porque las repúblicas suelen tener mecanismos internos cuyo único objetivo es protegerlas de gente como ellos mismos. Protegerlas de los corruptos, de los acumuladores de poder, de los arbitrarios, de los venales. Algunos de esos mecanismos han opuesto algo de resistencia a los impulsos destructivos de Trump y Musk. De todas formas, es mucho lo que han logrado dañar a estas alturas, y es mucho lo que tardarán los Estados Unidos en reparar los daños.

Se va Elon Musk, frustrado por no haber podido romper tantas cosas como había querido, y preocupado porque su brutal desprestigio –el desprecio profundo que su figura despierta en cualquiera que tenga la mirada lúcida– comenzó hace rato a afectar sus empresas. Las protestas que se han producido frente a las fábricas de sus Tesla han despertado la indignación (fingida, como todo lo suyo) del presidente más venal en la historia de Estados Unidos: ya dijo Trump, en un evento organizado en la Casa Blanca para apoyar al vendedor de carros, que los manifestantes anti-Tesla deberían ser reconocidos como terroristas. La escena era fantástica: la Casa Blanca, ese lugar que fue noble alguna vez, convertida en concesionario de venta. Uno puede imaginar la vergüenza profunda que seguramente sintieron los norteamericanos, o por lo menos los que todavía no han pasado por la lavandería de cerebros. Y de alguna manera me parece coherente que esta transformación de la Casa Blanca en concesionario la haya llevado a cabo este presidente: un hombre que a muchos nos ha recordado siempre la caricatura del vendedor de carros usados, ese estafador de incautos, ese consumado hablamierda.

Pero así es: se va Elon Musk, con sus camisetas de leyendas imbéciles y sus cachuchas de adolescente con patineta, y lo que deja es un reguero de cosas rotas entre las cuales está la vida de hombres y mujeres lejanos, que sufrirán los cortes a las ayudas internacionales, pero que lo harán lejos, fuera de la vista de los oligarcas de este Washington corrupto. La reputación internacional de Estados Unidos ya ha sufrido de manera irreparable, y seguirá sufriendo; pero es imposible saber cuándo comenzarán los ciudadanos cuyo voto decidió estas catástrofes a percibir los efectos de la pérdida internacional de imagen, de influencia positiva, de poder blando. Tiene que ser una de las grandes ironías de la historia reciente que los votantes trumpistas sigan llenándose la boca o cubriéndose la cabeza con la leyenda Make America Great Again, cuando día tras día su país pierde grandeza a la vista de todos, y su gobierno –y, tristemente, también su país– concita más desprecio, más mofa y más indignación que nunca. Ni siquiera con el incompetente George Bush se había deteriorado tanto la idea de Estados Unidos en el mundo. Estados Unidos era muchas cosas, pero sobre todo era una idea. Trump la ha dejado ya inservible.

Y luego habrá que encontrar los vínculos secretos (o que quizás no lo son tanto) entre este Elon Musk, el hombre que hizo un saludo nazi en un discurso cualquiera (ver, en este periódico, el artículo que se pregunta si Musk no estaba solamente pidiendo un taxi), y el Trump que concede un asilo a los afrikáners: a los sudafricanos blancos que descienden de los inventores del Apartheid. Este Trump que alega persecuciones contra los blancos es el mismo que ha recibido siempre el apoyo de los supremacistas y los neonazis, y que, en su primera presidencia, después del incidente de Charlottesville (en que un neonazi asesinó a una manifestante antifascista en medio de unas manifestaciones), dijo: “Había gente buena en ambos lados”. Ahora sabemos, porque lo ha dicho el New York Times, que Musk ha estado metido hasta su gorra ridícula en ciertas drogas; y el Guardian sugería ayer mismo que las drogas eran tal vez la razón por la cual anduvo haciendo saludos nazis a la vista de todo el mundo. Habrá que verlo. De todas formas, la conclusión es la misma. Musk se va y deja un rastro de cosas rotas y daños hechos. Se va a cuidar de sus negocios, aparentemente, y nos deja el espectáculo patético de su lambonería inenarrable, su infantilismo de risa y su ojo negro.

Escribió recientemente en su patética red social, tan desprestigiada como él: “Amo a Donald Trump tanto como un hombre heterosexual puede amar a otro”.

Mi traducción es generosa: el original es, de maneras que es difícil explicar, mucho más ridículo.

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Sobre la firma

Juan Gabriel Vásquez
Nació en Bogotá, Colombia, en 1973. Es autor de siete novelas, dos libros de cuentos, tres libros de ensayos, una recopilación de escritos políticos y un poemario. Su obra ha recibido múltiples premios, se traduce a 30 lenguas y se publica en 50 países. Es miembro de la Academia colombiana de la Lengua.
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